miércoles, 13 de julio de 2011

Extractos de “Percy Jackson y Los dioses Del Olimpo III: La Maldición del Titán” de Rick Riordan.












1
“—¿Grover? —Bianca se quedó mirándolo—. ¿Tú eres un semidiós?
—Un sátiro, en realidad. —Se quitó los zapatos y le mostró sus pezuñas de cabra. Creí que Bianca se desmayaría allí mismo.
—Grover, ponte los zapatos —dijo Thalia—. Estás asustándola.
—¡Eh, que tengo las pezuñas limpias!”

2
“—¿De verdad eres hijo de Poseidón?
—Pues sí.
—Entonces sabrás hacer surf muy bien.
Miré a Grover, que hacía esfuerzos por contener la risa.
—¡Jo, Nico! —le dije—. Nunca lo he probado.
Él siguió haciendo preguntas. ¿Me peleaba mucho con Thalia, dado que era hija de Zeus?
(Ésa no la respondí.) Si la madre de Annabeth era Atenea, la diosa de la sabiduría, ¿cómo no se le había ocurrido nada mejor que tirarse por el acantilado? (Tuve que contenerme para no estrangularlo.) ¿Annabeth era mi novia? (A esas alturas ya estaba a punto de meterlo en un saco y arrojárselo a los lobos.)”

3
“—Hallaré a esa criatura —prometió Artemisa—. Y la traeré de vuelta al Olimpo para el solsticio de invierno. Será la prueba que necesito para convencer a la Asamblea de Dioses del peligro que corremos.
—¿Y usted, señora, sabe de qué monstruo se trata? —pregunté.
Artemisa agarró su arco con fuerza.
—Recemos para que esté equivocada.
—¿Una diosa puede rezar? —inquirí, porque era una idea que nunca se me había ocurrido.
La sombra de una sonrisa aleteó por sus labios.”

4
“—¡Claro, cielo...! Un momento. —Levantó una mano, en plan «todo el mundo quieto»—. Siento que me llega un haiku.
Las cazadoras refunfuñaron. Por lo visto, ya conocían a Apolo. Él se aclaró la garganta y recitó con grandes aspavientos:
Hierva en la nieve.
Me necesita Artemisa.
Yo soy muy guay.
Nos sonrió de oreja a oreja. Sin duda, esperaba un aplauso.
—El último verso sólo tiene cuatro sílabas —observó su hermana.
El frunció el ceño.
—¿De veras?
—Sí. ¿Qué tal: «Yo soy muy engreído»?
—No, no. Tiene seis. Hmm... —Empezó a murmurar en voz baja.
Zoë Belladona se volvió hacia nosotros.
—El señor Apolo lleva metido en esta etapa haiku desde que estuvo en Japón. Peor fue
cuando le dio por escribir poemas épicos. ¡Al menos un haiku sólo tiene tres versos!
—¡Ya lo tengo! —Anunció Apolo—. «Soy fe-no-me-nal». ¡Cinco sílabas! —Hizo una reverencia, muy satisfecho de sí mismo.”

5
“Zoë ordenó a las cazadoras que subieran. Iba a recoger su mochila, cuando Apolo le dijo:
—Dame, cariño. Déjamela a mí.
Zoë dio un paso atrás; una mirada asesina le relampagueaba en los ojos.
—Hermanito —lo reprendió Artemisa—. No pretendas echarles una mano a mis cazadoras. No las mires, no les hables, no coquetees con ellas. Y sobre todo, no las llames «cariño».”

6
“—¡Menuda pasada! —Decía él, dando saltos en el asiento del conductor—. ¿Esto es el sol de verdad? Yo creía que Helios y Selene eran los dioses del sol y la luna. ¿Cómo se explica que unas veces sean ellos y otras veces, tú y Artemisa?
—Reducción de personal —dijo Apolo—. Fueron los romanos quienes empezaron. No podían permitirse tantos templos de sacrificio, de manera que despidieron a Helios y Selene y atribuyeron a nuestros puestos todas sus funciones. Mi hermana se quedó con la luna y yo con el sol. Al principio fue una lata, pero al menos me dieron este coche impresionante.”

7
“—Ese monstruo, el azote del Olimpo... Llevo muchos años cazando junto a la señora
Artemisa y, sin embargo, no sé de qué bestia podría tratarse.
Todo el mundo miró a Dioniso, imagino que porque era el único dios que había allí
presente y porque se supone que los dioses saben de estas cosas. El estaba hojeando una revista de vinos, pero levantó la vista cuando todos enmudecieron.
—A mí no me miréis. Yo soy un dios joven, ¿recordáis? No estoy al corriente de todos los monstruos antiguos y de esos titanes mohosos. Además, son nefastos como tema de conversación en un cóctel.”

8
“¿Podía uno de los olímpicos volverse contra su hijo mestizo? ¿No sería la solución más
fácil para ellos permitir que muriera? Si había dos mestizos con motivos para preocuparse por ello, éramos Thalia y yo. Me pregunté si, a fin de cuentas, no tendría que haberle enviado a Poseidón aquella corbata con estampado de caracolas por el día del Padre.”

9
“—Odio a las náyades —refunfuñó Zoë.
Un chorro de agua saltó desde la parte trasera del bote y le salpicó toda la cara.
—¡Demonios femeninos! —exclamó agarrando su arco.”

9
“Los secuaces del mantícora continuaban haciendo locuras alrededor de nosotros. Uno de ellos se había tropezado con aquel vagabundo y ambos se habían enzarzado en una conversación muy seria sobre los ángeles metálicos de Marte. Otros se dedicaban a molestar a los turistas, haciendo ruidos guturales y tratando de robarles los zapatos.”

10
“Entonces la luz de la luna se volvió más intensa; en el cielo apareció un carro
arrastrado por los ciervos más hermosos que hayas visto jamás, y vino a aterrizar a
nuestro lado.
—¡Arriba! —ordenó Artemisa.
Annabeth me ayudó a subir a Thalia. Luego, entre Artemisa y yo, levantamos a Zoë, la
acomodamos y la envolvimos en una manta. La diosa tiró de las riendas, el carro ascendió por el aire y se alejó de la montaña a toda velocidad.
—Como el trineo de Papá Noel —murmuré, todavía entumecido de dolor.
Artemisa tardó en volverse hacia mí.
—Así es, joven. ¿De dónde creías que procedía esa leyenda?”

11
“Miró en derredor a los asambleístas, examinando sus rostros uno por uno. Zeus llevaba su traje de raya diplomática. Tenía su barba negra perfectamente recortada y los ojos le chispeaban de energía. A su lado se sentaba una mujer muy guapa de pelo plateado trenzado sobre el hombro y un vestido multicolor como un plumaje de pavo real: la señora Hera.
A la derecha de Zeus estaba mi padre, Poseidón. Junto a él había un hombre enorme con una abrazadera de acero en la pierna, la cabeza deformada y la barba castaña y enmarañada, al que le salían llamas por los bigotes: el señor de las fraguas, Hefesto.
Hermes me guiñó un ojo. Esta vez iba con traje y no paraba de revisar los mensajes de su caduceo, que era también un teléfono móvil. Apolo se repantigaba en su trono de oro con sus gafas de sol. Tenía puestos los auriculares de su iPod, así que no sé si estaba escuchando siquiera, pero me miró y levantó los pulgares. Dioniso parecía aburrido y jugueteaba con una ramita de vid. Y Ares, bueno, estaba en su trono de cuero y metal cromado, mirándome con rostro ceñudo mientras afilaba su cuchillo.
Por el lado de las damas, junto a Hera había una diosa de pelo oscuro y túnica verde sentada en un trono de ramas de manzano entrelazadas: Deméter, la diosa de las cosechas.
Luego venía una mujer muy hermosa de ojos grises con un elegante vestido blanco: sólo podía ser la madre de Annabeth, Atenea. A continuación estaba Afrodita, que me sonrió con aire de complicidad y logró que me sonrojase a mi pesar.
Todos los olímpicos reunidos, todo aquel poder en una sola estancia... Parecía un milagro que el palacio entero no volara por los aires.”

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